Relatos

El cajón secreto

El fin de semana en casa de los abuelos tocaba a su fin. Habían pasado el domingo a la orilla de un remanso en un riachuelo cercano, a la sombra de unos altos chopos, cuyas hojas al ser mecidas por el viento cantaban una canción diferente a la de otros árboles, era un suave claqueo de gozo.

Días como aquel reconfortaban a toda la familia, pues aunque nunca se había dictado norma tal, nadie hablaba de problemas, ni de negocios, ni de enfermedades; solo cruzaban miradas de amor, retozaban con los niños, descubriendo con ellos cualquier florecilla, cualquier insecto, disfrutando de paseos y juegos, recolectando piedrecillas.

Ahora, cada cual de los hijos estaba ya a punto de partir con sus respectivas familias cuando el mayor de los nietos que contaba cinco años comenzó a llorar con amargura. El abuelo se acercó al coche para interesarse en lo sucedido, al verlo el niño corrió hacia él abrazándose a sus piernas.

-Abuelo, abuelo, -sollozó, -mamá no me deja llevarme las piedrecillas que encontré en el río, porque dice que ya tenemos demasiados trastos en casa y no podemos seguir amontonando más. Dijo esto levantando la carita arrasada de lágrimas hacia el abuelo, mientras le mostraba una bolsa llena de guijarros que sostenía en la mano.

-Bien, la mamá tiene razón el vuestro es un piso pequeño y no podéis ir metiendo cosas si no os deshacéis de otras -razonó el abuelo, para tratar de consolarlo.

-Pero abuelo, me costó mucho encontrarlas, el agua estaba muy fría y yo aguanté el dolor de mis pies para buscar esta clase de piedras, -insistía el pequeño, que no quería desprenderse de su tesoro -mira qué bonitas son!

El abuelo vertió unas cuantas en su mano izquierda y las removió con el índice de su derecha examinando con fingida atención, mientras juntaba los labios estirándolos, dando cabezazos de aprobación.

-Sí que son bonitas, sí. -dijo al fin.

Eran unas pequeñas piedrecillas blancas con algunas vetas de colores cuyos tamaños oscilaban entre el de un grano de maíz a un poco más grande que una habichuela. Realmente le habría costado tiempo buscar todas aquellas piedrecitas.

-Bien, vamos a ver si podemos hacer algo -dijo mientras empujaba la cabecita de su nieto para que entrara nuevamente en la casa, sin prestar demasiada atención a la severa mirada de su hija que no le gustaban las intromisiones cuando aleccionaba a su hijo.

Una vez dentro de la casa y tras cruzar unas palabras con la abuela, tanto el abuelo como el nieto la siguieron hasta el cuarto que servía a modo de pequeña salita donde la abuela hacia labores y el abuelo veía la televisión. Era una habitación tan pequeña que cuando ellos estaban de visita nunca se usaba por que no cabían. Una vez dentro, camuflado entre un pilar y la puerta, lucía solitario un brillante comodín, de raíz de fresno con seis cajones. La abuela vació uno de los cajones mientras el abuelo le explicaba:

-Este cajón es para ti, será tu cajón secreto, aquí puedes guardar tus cosas y nadie lo sabrá.

El niño depositó en su interior el pequeño saquito que contenía las pequeñas piedras y salió corriendo feliz a montarse en el coche. Apenas había comenzado el viaje y sin poder aguantar la felicidad que sentía, tuvo que compartirla con el resto de la familia y les anunció:

-Tengo un cajón secreto en casa de los abuelos sólo para mí.

Tal fue el orgullo que el pequeño sentía por aquella concesión, que cuando llegaba alguna visita a casa de los abuelos, les contaba que tenía un cajón secreto y les mostraba donde se encontraba y todos concordaban con él que tener un cajón secreto era muy importante.

Con el tiempo se fue concediendo cajones a los demás nietos. Seis nietos que acapararon los seis cajones del comodín. Cada uno con su cajón secreto.

Pasaron los años mientras aquellos seis pequeños se hacían cada vez más grandes. Terminado sus estudios, aunque no su aprendizaje, pues este nunca termina -gracias sean dadas por ello, ya que eso nos permite seguir mejorando durante toda nuestra vida-, tenían trabajos satisfacientes, su entrada en la madurez transcurría como lo había hecho su infancia, sin grandes sobresaltos, sin grandes pérdidas, sin grandes pruebas, pero… había llegado el momento en que tenían que arrostrar una de esas pruebas.

El abuelo los convocó a todos, la abuela llevaba encamada mucho tiempo, posiblemente le quedara muy poco tiempo.

Después de hablar los unos con los otros y decirse que no estaban preparados para un hecho como el que abuelo les anunciaba, se dieron ánimos unos a otros y todos acudieron hasta la más joven que pasó todo el camino llorando, anticipándose a la circunstancia.

Cuando llegaron se encontraron con un ambiente desolador, se notaba que hacía meses que la casa no se limpiaba y el jardín estaba abandonado. Los abuelos no habían querido recibir la visitas en los últimos tiempos de sus hijos diciendo que querían vivir con un poco de intimidad. Sólo ahora habían sido convocado los nietos, que uno tras otro besaron a la anciana que no pareció notar su presencia. Por la noche decidieron que tenían que venir sus padres y que debían limpiar todo para que cuando llegaran no lo encontraran como ellos lo habían visto.

A la mañana siguiente dos de ellos se encargaron del jardín, los otros cuatro se encargaron cada cual de una habitación, mientras que el abuelo seguía sentado al lado de su compañera. En un momento dado salió de la habitación para buscar agua y vio a alguno de sus nietos cargados de enseres.

-¿Dónde vais con todo eso?- Preguntó alarmado con una vitalidad renovada.

-Son trastos que vamos a tirar a la basura -respondieron un poco contrariados por el tono severo del abuelo.

-Esas cosas son de la abuela, ni siquiera teníais que haberlas tocado, guardarlas de nuevo.

-Pero abuelo, esto son trastos viejos que ni siquiera la abuelita usa ya, y a ti no te sirven de nada, ¿para qué quieres amontonar basura?

El fuego de los ojos del abuelo los arrasó, mientras su voz potente como hacía años no habían oído les amonestó:

-Esas cosas son de la abuela, esta es su casa y ella aún está viva, así que dejad todo eso donde estaba -repitió con severidad.

Aquella noche la cena trascurrió llena de pesados silencios, no comprendían que estaban haciendo allí, aquella situación les correspondía vivirla a sus padres y no a ellos.

El abuelo entró en la cocina sosteniendo la bandeja con los restos de la cena que había tomado junto a la cama de su esposa. Dejó la bandeja en el banco, miró a sus nietos con resignación.

-La abuela quería despedirse personalmente de cada uno de vosotros, pero no ha abierto los ojos en todo el día, por lo que me temo que no podrá hacerlo.

La pequeña de sus nietos se estremeció en un sollozo, los demás aguantaron el quemazón de las lágrimas en sus ojos, mientras seguían al abuelo, quien les había pedido que lo hicieran. Los condujo hasta la pequeña salita y una vez dentro mostrándoles la hermosa cómoda de raíz de fresno les pidió que cada cual abriera su cajón secreto.

Allí seguían todavía junto a otros cachivaches las cosas por las que les había sido concedido en su momento un cajón.

El nieto mayor encontró el saquito con las piedrecillas del río, otro encontró aquellos insectos disecados que su madre se negó a que los guardara en casa, otro todos aquellos tornillos y clavos doblados e inservibles que fue coleccionando durante unas vacaciones, a una de las nietas se le concedió el cajón para que guardara la pequeña colección de almanaques de bolsillo con preciosos dibujos y allí seguían junto a las otras cosas que había guardado, otra encontró su colección de botones que la abuela incrementaba de vez en cuando con un ejemplar nuevo, y la más pequeña las cuentas de su primer collar de plástico que su madre insistió que tirara porque no tenían ningún valor.

Todos se sorprendieron de que después de tantos años aquellas cosas siguieran allí, pero pasados unos momentos comenzaron a compartir los unos con los otros, los recuerdos de aquellas vivencias y unos recuerdos rescataban otros dormidos en su conciencia, todos hablaban animadamente y reían conforme revivían aquellas ocasiones. El abuelo salió sin que ellos lo percibieran, pensando que su esposa se sentiría feliz si los viera tan animados y alegres.

A la mañana siguiente alguno de los nietos había aprendido la lección y la compartió con los demás durante el desayuno.

Los abuelos han respetado nuestras cosas por lo que significaron para nosotros, no por su valor, por ello el abuelo no nos permitió deshacernos de ninguna cosa de la abuela.

Aquella misma mañana llegaron sus padres y tres días después todo había terminado y cada cual atendía a sus obligaciones.

Tres años después fue el abuelo quien los dejó para siempre. Entonces sí que se tuvieron que deshacer de todo aquello que había conformado la vida de sus abuelos, aunque cada uno de los nietos pidió quedarse con algo como recuerdo.

El nieto mayor quiso el bastón del abuelo, puesto que quería andar por la vida como lo había hecho el abuelo, otro quiso el reloj de bolsillo, para saber captar los momentos importantes como había hecho el abuelo; el tercero pidió su caja de herramientas, para saber reparar los rotos de la vida como lo hiciera el abuelo, una de las nietas pidió las agujas de tricotar de plata, para poder tejer a su alrededor una familia como la que la abuela había tejido, otra eligió aquella olla de barro que la abuela usaba tanto para ser capaz igual que ella de alimentar las ilusiones de todos a su alrededor, y la más pequeña eligió las dos peinetas con las que la abuela se recogía el pelo, para al igual que ella, tener siempre la cabeza despejada.

Todos habían estado de acuerdo con las peticiones de los demás, pero llegó el conflicto a la hora de retirar la cómoda de los cajones secretos, puesto que todos querían poseerla, todos ofrecieron razonamientos para ser merecedores de tenerla, pero no hubo acuerdo, todos ofrecieron dinero, pero todos querían tenerla más allá de cualquier suma de dinero. Finalmente, la más pequeña que había retirado el pelo de su frente sujetándolo con las dos peinetas dijo:

-Lo cierto es que todos somos propietarios de un cajón de ese mueble, así que lo lógico es que cada cual se quede con el suyo.

Después de perfilar los detalles, llevaron la cómoda a un restaurador, que les aseguró que podía encontrar la misma madera de la que estaba fabricada la cómoda de tal suerte que tiempo después cada cual tenía en su casa el cajón secreto convertido en un pequeño baúl en el que guardar las cosas importantes que no caben en otro sitio.

Fin.

Me gustaría que abrieras ese cajón secreto que todos tenemos en el corazón y saquemos aquellos recuerdos olvidados, para ver si tenemos una lección que aprender.

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