
El valor de los perdidos
Aprende a apreciar lo que tienes, a darle valor, me decían muchas veces mi madre y mi abuela, cuando yo me quejaba de tal o cual cosa, o cuando me pronunciaba sobre cosas que me apetecía tener.
– ¡Qué sabrás tú qué es carencia! ¡Que sabrás tú qué es padecer! Agradece lo que tienes y reza porque no te falte.
Lo cierto es que yo siempre he sido muy apreciativa por las cosas que he tenido, posiblemente mentalizada por los continuos consejos de mis antecesoras, o al menos eso he creído yo siempre. Cualquier cosa que tenía, por pequeño que fuera su valor, lo cuidaba con esmero. Si tenía unos zapatos nuevos, después de ponérmelos para pasear con las otras jovencitas, al llegar a casa los limpiaba, metía papel de periódicos viejos bien apretados en su interior, para que no se deformaran y los volvía a guardar en la caja. Lo mismo hacía con cualquier vestido u otra pieza de ropa: la aireaba, la cepillaba y la colgaba o doblaba según el caso.
¡No os podéis ni imaginar lo que apreciaba si podía conseguir una postal de algún cantante de moda o actor!
Pero a lo que más valor daba y cuidaba eran mis libros, mis cuadernos y mis bolígrafos. Tenía cuatro colores azul, negro, rojo y verde. Que una jovencita de condición humilde tuviera aquel arsenal de cosas era todo un logro, que tuviera libros era ya rarísimo. Lo cierto es que yo leía los libros de la biblioteca del pueblo, adonde seguramente habían ido a parar los que en otros sitios habían desechado y solo cuando algún libro significaba algo profundo para mí, procuraba comprarlo aunque ya lo hubiera leído.
Es decir, que yo aquello de agradecer lo que tienes y darle valor, creo que lo cumplía muy bien. Cierto es que tampoco he sido una persona pedigüeña que haya necesitado más de lo que tenía, incluso algunas veces creo que se me han presentado antes las cosas que los deseos, como me sucedió con el novio.
Tengo novio

A los catorce años comenzó a cortejarme un joven, cinco años mayor que yo. Fue quien me enseñó a desear aquellas cosas que aún yo no necesitaba, pero al igual que con todo lo demás, comencé a apreciar aquellas nuevas experiencias que anteriormente solo había leído en los libros. Y comencé a sentirme protagonista de mi propia vida.
Nos casamos muy jóvenes, yo por aquel entonces era modistilla en un taller de confección de pantalones de caballero y él trabajaba en una fábrica de tornillería y otros enseres de ferretería.
Compramos nuestro pequeño pisito a crédito, igual que todas las cosas que poco a poco fuimos consiguiendo. La última adquisición en aquel tiempo fue la lavadora. Yo para aquel entonces ya tenía dos de mis tres hijos, había dejado el taller de confección para atender a mis hijos y trabajaba por mi cuenta haciendo composturas.
Acostumbrada desde siempre a ser cuidadosa y apreciativa con lo que tenía, tanto mi casa como mis hijos lucían hermosos a pesar de nuestra condición humilde. Si por algo daba gracias a Dios todos los días era por mis tres hermosos y buenos hijos.
Dicho así puede parecer que en los 45 años que duró nuestro matrimonio todo haya sido plano, sin escollos, ni baches, pero no, los tuvimos y muy grandes. Claro que también tuvimos picos de alegrías, el nacimiento de los niños, los bautismos, las comuniones, las bodas, algunas pequeñas vacaciones, algunas fiestas… Y a todo le daba su valor.
En cuanto a los desastres, desavenencias con las respectivas familias, enfermedades, la estrechez económica y lo más duro, enfrentarse a la muerte de nuestros respectivos padres. Para mí la muerte de mis padres fue muy dura, porque aún eran relativamente jóvenes, más de lo que yo soy hoy en día.
Enfrentarme a gigantes
Recién habíamos casado ya a todos nuestros hijos, vivíamos un periodo de bonanza, sin hijos y personas mayores a las que atender. Era como un nuevo noviazgo y de repente ZAS. Salió a la luz una doble vida que mi marido llevaba viviendo muchos meses. Tuve que hacer algunas pesquisas hasta descubrirlo, finalmente confesó.
Aquello me desestabilizó tanto, que no sabía cómo actuar. Si me hubiera engañado con otra mujer… eso lo había leído en los libros y lo había oído en muchas experiencias… Pero esto a lo que me estaba enfrentando yo no tenía referencias para saber cómo debía de actuar.
Era incapaz de mirar a mi marido, no podía soportar su presencia, puesto que aquel era un hombre que yo no conocía, y nunca me hubiera enamorado de alguien que hiciera esas cosas. Tampoco mis hijos supieron cómo ayudarme y yo no lo soportaba, no podía estar en su misma presencia, tenía que armarme de valor, separarme, marcharme de aquella casa, sin saber dónde ir.

Para tratar de sacarme del trance en que me encontraba unas amigas me pagaron un retiro espiritual en el monasterio de Buena fuente del Sistal. Allí me entregué a la oración incansablemente de noche y de día. Mis compañeras me aconsejaban que hablara con el sacerdote, pero yo sentía tal vergüenza y remordimiento que no tenía el valor para expresar con palabras la situación.
Al tercer y último día, en mitad de una charla que nos ofrecía el sacerdote, mis compañeras me atosigaban para que hablara con él, pero yo no podía. De forma que una se levantó y tiró de mi brazo mientras otra me empujaba por los hombros, me sacaron frente a él y me dejaron. Él me miró largamente. Fue un silencio solemne de todos los presentes.
– ¿Qué quieres decirme hija? – Me preguntó con voz parsimoniosa y profunda que reverberó contra los muros de las milenarias piedras, para después llegar a mí.
– Mi marido ha cometido un error muy grande y quiero divorciarme. Otro silencio.
– Bien, si ya lo has decidido… Y después de una gran pausa añadió “Si ese error lo hubiera cometido un amigo al que amas, ¿lo ayudarías?“
De repente todo se expandió. Todo me mostró la sabiduría que había aprendido a través de milenios. La cristalera por donde se colaba la luz vespertina me dijo: no solo el sol me ha besado, también lo ha hecho la luna, el frío, los vientos, las pedrizas, las nevadas y todos me han aportado su parte de sabiduría y me han enseñado mi lugar.
Las piedras de los muros, posiblemente del tiempo de Cristo o del primer milenio, me dijeron:
– ¿Acaso crees que siempre hemos albergado oraciones? También hemos presenciado, luchas con espadas, nos hemos manchado de sangre, hemos escuchado intrigas, conjuros, hemos visto curaciones, y maldiciones, amores, odios. Pero siempre hemos esperado ser lo que hoy somos: un refugio de sanación, donde la humanidad pueda recobrar su SER.
La respiración silenciosa de los presente se amplificó, y subía espesa hasta el techo abovedado de piedra. Se oyó una sutil campanilla que parecía provenir de todos los lados del recinto y apareció un pequeño monje con un pequeño botafumeiro, esparciendo el humo de incienso por la sala. Yo me acurruqué avergonzada y volví a mi sitio. Sin saber porqué ni cómo, recobré la paz, una paz inexplicable. La pregunta del sacerdote había espantado de un golpe mi ego. “Si ese error lo hubiera cometido un amigo al que amas, ¿lo ayudarías?”
La respuesta era un rotundo sí ¿Quién era yo para juzgar a un semejante? Y a qué amigo amé más, sino a mi propio marido. Seguía sin entender lo que había hecho ni por qué lo había hecho, pero… supe que necesitaba ayuda y no juicio. Mi ego seguía tratando de gritarme “Tú no te mereces que te hagan algo así” Pero ya no lo escuché, reuní valor y volví a casa e hicimos frente como pudimos al desastre. Cierto es que lo que en aquella ocasión se rompió, malamente se pudo recomponer y nunca volví a verlo con la misma confianza.
Años después murió dejándome más sola y maltrecha de lo que nunca me he sentido. Creo yo que muchas viudas se consolarán con sus recuerdos de momentos felices, pero yo soy incapaz de recordar lo bueno sin que se presente delante de mí como un horrible gigante el dolor que me causó, por lo que mi soledad es más grande y siniestra.
Desearía tenerlo aquí conmigo, disfrutar de su sonrisa, o de sus comentarios insultantes hacia algún político, de su satisfacción a la hora de las comidas, de sus ronquidos en la noche. La noche. La noche es lo que más me cuesta. El día lo paso haciendo algunas composturas, atendiendo algún nieto, algún cotilleo con las amigas, pero la noche…
La noche
La noche es grande, profunda, siniestra. Me dejo la TV encendida, la luz del pasillo encendida y no es que tenga miedo, no, no tengo miedo. Pero lo cierto es que desde el día en que nací, esta es la primera vez que estoy sola. Desde que nací tuve padres, tíos, abuelos, primos. Cuando mis padres murieron tenía esposo que me consolara e hijos a los que cuidar. Ni un solo día en mi vida he pasado una noche sola y ahora que lo estoy, de todas las personas que han formado parte de mí, a quien más desearía a mi lado es a mi marido.
Y lloro, porque si bien lo he tratado siempre como yo acostumbro a tratarlo todo, nunca he dado gracias ni he bendecido su presencia.
El valor de los perdidos…
* Este relato está basado en hechos reales
* La imagen de la portada está sacada de esta página donde se habla del monasterio Buenafuente del Sistal.
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2 Comentarios
Jecsamor.
Hola Sra. Lola,
Lamento su perdida, espero que la paz de Dios la cobije y fortalezca.
Siempre sus artículos son muy inspiradores, y este en especial me alienta a valorar a mi esposo.
Un fuerte abrazo, Dios la bendiga.
Saludos,
Jecsamor.
admin
Querida amiga, como siempre agradezco tu comentario y lo recibo con mucho cariño. Aunque este escrito está basado en una experiencia real, afortunadamente puedo decirte que no es la mía. He perdido a seres muy queridos en la vida, pero no es este un caso propio.
Aún así, me alegra que le gusten mis relatos y mis artículos. Ustedes son la razón para seguir escribiéndolos.
Un saludo y un abrazo,
Lola.