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Relatos,  Vivencias personales

Paseo por mi infancia

A pesar de que solía visitar la casa de mis padres en el campo, donde había vivido los mejores años de mi infancia, hacía muchos años que no paseaba por aquellos caminos. Sin embargo, aquel domingo antes de la hora de comer, mi madre me ofreció que fuéramos a dar un paseo por las cercanías de la casa.

Era una agradable y apacible mañana de esas en las que parece que el invierno te da una tregua, lucía un esplendoroso sol y el viento estaba calmo. Nos dirigimos hacia la propiedad de un vecino, para ver desde la valla sus hermosas yeguas, estaban todas preñadas. En aquella bonita pradera solo estaban las yeguas preñadas. Al ver que nos  acercábamos a la valla, algunas se pusieron en marcha para encontrase con nosotras, esperando que les diéramos algo de comer. Las acariciamos mientras las demás se acercaban.

Levanté la vista para abarcar toda la pradera. Me pareció muy pequeña, comparada con la imagen que yo guardaba de mi infancia.

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De repente me vi a mi misma, correteando por la pradera, no había vallas, ni las preciosas yeguas, pero de nuevo la vi verde y repleta de las amapolas y a mi padre volando la cometa, cuya cola habíamos confeccionado con trocitos de telas de diferentes colores.

¿Cuántos años hacía de eso? ¡Dios mío, yo tenía hijos más mayores de lo que yo era en aquel tiempo! ¿Cuándo habíamos dejado de volar la cometa? ¿En qué primavera? ¿En qué pascua? ¿Qué nos sucede a las personas para que de repente volar la cometa y corretear por el campo ya no sea importante?

Sinceramente, no encontré las respuestas a estas preguntas, pero supe que ningún padre puede privar a sus hijos de esas experiencias, y dentro de mi corazón decidí que, a la próxima primavera, encontraríamos un lugar donde volar la cometa con nuestros hijos, que jugaríamos al corro y saltaríamos a la comba.

Proseguí el paseo con mi madre y a los pocos minutos mis ojos divisaron algo que nuevamente me transportó a mi infancia.

Una acequia de regadío terminaba en una especie de poceta de una parcela más baja de aproximadamente metro y medio de profundidad. A mí en aquel entonces la poceta me parecía muy grande, pero ahora la veía muy pequeña.

En aquella poceta, una tarde de verano junto con otros tres niños, nos encontramos un gran perro que había caído dentro y no podía salir. Tenía que aguantarse con sus patas delanteras en una de las paredes para mantener la cabeza fuera del agua. Cuando nos oyó comenzó a ladrar suplicante y a sus ojos solo le faltaban las lágrimas. Decidimos tratar de sacarlo, pero el perro era muy grande y nosotros no teníamos suficiente fuerza tumbados en el suelo para tratar de agarrarlo.

Nos dispusimos a llamar a mi padre, que seguramente nos reñiría, pues no se imaginaba que estábamos tan lejos de casa… En realidad lo que él sabía es que yo estaba en casa de uno de los niños que me acompañaban y los padres de los otros niños sabían que ellos estaban en mi casa, como yo era la única chica, casi siempre venían a mi casa. Bueno, no porque yo fuera la única chica, sino porque mi padre nos dejaba jugar y no se pasaba el día renegando como otros padres.

Pues eso, que a pesar de que mi padre era muy comprensivo, o precisamente por eso, temía que si se enteraba de que estábamos tan lejos de casa, sin permiso y merodeando cerca de una poceta donde nos podíamos caer al agua sin poder salir, como le pasaba al perro, me castigaría, pero era imposible irnos y dejar allí aquel perro mirándonos con aquella carita.

Mandamos a buscar a mi padre al pequeño de ocho años y los demás nos quedamos consolando al perro y tratando nuevamente de sacarlo, pero estuvimos a punto un par de veces de caernos dentro con él y desistimos.

La espera fue tortuosa, ahora sé que hay apenas poco más de un kilómetro de camino, pero… ¿mandar al pequeño solo? ¿Y si se perdía? Bien, eso era imposible, conocíamos todo con los ojos cerrado. Pero… ¿Y si se caía y se lastimaba? Un raspón tampoco sería para tanto. Pero… ¿Y si no encontraba a mi padre, porque hubiese salido por cualquier motivo?

De repente los vimos aparecer por una esquina del huerto. Sentí alegría y miedo al mismo tiempo al ver a mi padre acercarse ansioso, pero me tranquilicé cuando vi que entendía la situación y que trataba de sacar al pobre chucho del agua. Tampoco para él fue fácil, pero finalmente lo consiguió.

Cuando el perro estuvo fuera, mi padre nos explicó por qué había sido tan costoso sacarlo. Seguramente llevaba muchas horas dentro del agua o posiblemente días, tenía las patas traseras entumecidas y no se podía mover. Se quitó la camisa, lo secó y comenzó a frotarle las patas para que recobraran movilidad. Poco a poco el perro consiguió levantarse, cuando dio unos pasos mi padre lo animó:

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– ¡A casa, vete a casa! – El perro dio unos pasos, se volvió y nos miró. Mi padre volvió a ordenarle que se fuera a casa, y también nosotros nos volvimos a casa emocionados por la experiencia vivida. Nunca nos riñó, ni nos preguntó qué hacíamos por allí sin permiso. Siempre he pensado que valoró más el que se le salvara la vida al animal, que nuestra travesura, y que seguramente de niño él también lo habría hecho.

Evidentemente, mi madre no se enteró, mi padre no se lo dijo, posiblemente para librarme de una buena regañina, así que yo tampoco se lo conté, y siempre me he sentido importante por tener el privilegio de compartir un secreto con mi padre desde aquella infancia.

Mi madre y yo proseguimos el paseo, mi estado de ánimo era algo hermoso, cercano a la felicidad, una mezcla de alegría y añoranza por lo vivido y de paz por saberme portadora de esas hermosas experiencias de infancia.

De repente, recordé algo que había leído no sé dónde. “nadie sabe el valor de los momentos, hasta que se convierten en recuerdos”

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