
Pedir perdón
Todos eran adultos de entre 30 y 45 años, estaban haciendo un curso de posgrado en una academia privada, pertenecían a un estatus social parecido, pero con gustos estéticos diferentes, unos lucían más conservadores, otros mucho más informales, pero de entre todos una mujer de las más mayores destacaba por su aspecto, que podía ser cualquier cosa menos refinado.
El aspecto personal

Siempre lucía ropa escasa, minifaldas muy ajustadas, blusas o suéteres sumamente escotados, que dejaban entre ver los tirantes y algo de su sujetador de encaje en no muy buen estado. Los colores chillones de su ropa combinaban con tal mal gusto, que adrede no podía ser peor. Su maquillaje era exagerado, espeso, como puesto a puñados, con grandes pegotes de rímel. El color de su sombra de ojos y colorete, al igual que su ropa, rompía todos los esquemas de… no diré ya de buen gusto, sino de la mínima estética para salir a la calle.
Claro está, con un atuendo así en lo que menos te fijabas era en su pelo… si es que a aquellas hebras desmechadas, blancas por las puntas, amarillo canario un poco más arriba, verdes otro poco más arriba, y luciendo una gran raíz de negro con profusión de canas, adornadas con ganchos de diferentes colorines que no parecían sujetar nada.
Este aspecto surrealista se complementaba con zapatos estridentes de altos tacones y unas gafas redondas de esas que llamamos de culo de vaso, a través de las cuales podías distinguir claramente los pegotes de rímel.
Sus compañeros pensaban, aunque no lo expresaban, que en metro y medio de mujer no cabían ya más despropósitos.
El descanso entre clases
En el receso de la clase todos bajaban a la cafetería a tomar un café con leche y un pastelito, y como a aquella hora la cafetería estaba prácticamente vacía, juntaban mesas y se sentaban juntos. Casi todos trataban de evitar sentarse junto a ella por el penetrante perfume que apenas disimulaba su olor corporal.
Casi siempre hablaban del titular de los noticieros, surgían buenas conversaciones, que todos comentaban abiertamente. Aquel día le tocó el turno a los juicios de los violadores que en los últimos tiempos se habían convertido en una plaga. Todos se quedaron sin saber que decir cuando su estridente compañera les contó que a su hija la habían violado siendo menor y de como ella se acercaba a la entrada de los juzgados a gritarle a al violador “¡Hijo de puta, mal nacido!”.
La reacción de una compañera
Todos mantenían silencio ante aquella declaración, hasta que otra compañera, una mujer poco más o menos de la misma edad, pero de una altura de casi 1,70 m, correctamente vestida y con un suave maquillaje que la hacía lucir natural, le increpó severamente:
– Violan a tu hija, ¿y lo único que se te ocurre hacer es ir a gritar a la puerta del juzgado? – Todos la miraron, hablaba con autoridad, seria, severa, cargada de razón, sentenciando.
– Si a mí me violan una hija, me encerrarían en la cárcel, pero ese tío no lo hace más, porque soy capaz de matarlo allí mismo delante de los jueces.
Salió así a colación una noticia de hacía muchos años donde una mujer que en pleno juicio a un hombre por la violación de su hija, había sacado un revólver y disparando al violador a quema ropa, lo mató frente a todos, jueces, jurado y los mirones de turno que se acercaban a escuchar las morbosidades del juicio.
Este comentario menos personalizado, volvió a animar la conversación, hasta que nuevamente la compañera del aspecto estridente volvió a hablar diciendo:
– En aquellos momentos era lo único que podía hacer, mi hija no necesitaba una madre en la cárcel, necesitaba una madre que pudiera estar con ella todos los días, cuidándola y asegurándole que ella no había hecho nada malo, que el malo era quien la había agredido.
Nuevamente se hizo el silencio que alguien aprovechó para hacer notar que se les había acabado el tiempo del café. Por lo que todos se levantaron con prisas, como si lo que les importara fuera la clase que venía a continuación, cuando lo que en realidad querían era huir de aquella incómoda historia y olvidar cuanto antes lo dicho durante el receso.
Recapacitar sobre el perdón

Pero no todos habían dado por concluido el asunto, aquella mujer más refinada, no paraba de rumiar sobre el asunto, ni siquiera pudo dormir bien aquella noche dándole vueltas y más vueltas a la conversación de aquella tarde y reprochándose a sí misma el no haber sido más ágil en dar una respuesta a su compañera. Incluso lamentaba no haber pedido a los presentes que no abandonaran la mesa hasta que escucharan lo que ella tenía que decir. Sí, estaba convencida, todos los que estaban allí tenían que oírlo, las cosas no podían quedar como había quedado. Se sentía tan incómoda, que hasta se planteó no volver más a clase. Pero no podía ser tan cobarde, iría a clase y delante de todos le diría lo que tenía que decir.
Tomar acción con premura
El día siguiente todo parecía transcurrir más lento y todo se complicaba, hasta el tráfico para llegar a la academia, puesto que llovía a mares. Cuando entró en el aula todos sus compañeros ya estaban en sus respectivos puestos y el profesor con unos folios en la mano dispuesto para comenzar la clase, pero amablemente esperó hasta que ella ocupase su sitio. Ella se dirigió hasta donde estaba su compañera se plantó frente a ella y le dijo:
– Quiero decirte algo y quiero que todos lo oigan.
Su voz sonó tan profunda y causó tal impacto entre los compañeros que quedaron en tan hondo silencio, que hasta el profesor dejó de mirar sus apuntes, volteándose para ver qué ocurría. Ni un carraspeo de garganta ni una tos, parecía que ni respiraban. La compañera levantó hacia ella sus ojos protegidos tras las gafar de culo de vaso. Allí sentada parecía aún más pequeña, se quedó quieta para escuchar lo que la compañera tenía que decirle a oído de todos. La compañera comenzó a hablar, con el mismo tono profundo:
– Quiero decirte que pienso que tienes razón, que lo más importante en aquel momento era atender a tu hija, que tienes mi admiración y respeto por actuar de una manera tan apropiada dadas las circunstancias y quiero pedirte perdón delante de todos, por lo que te dije ayer.
– Ah, no te preocupes, estoy acostumbrada a que la gente se meta conmigo y me diga cosas.
Se abrazaron. La mujer más refinada, conmovida, la otra visiblemente satisfecha, pues no estaba acostumbrada a que la trataran con deferencia.
La voz del profesor sonó diciendo “Bueno, empecemos, que ya hemos perdido bastante tiempo“.
Lo que nos enseña
Esta pequeña historia nos enseña que, a pesar de su aspecto, de su indumentaria, de sus años, de su estatus social, de su raza, etc. Si una persona tiene razón, pues tiene razón, y si de alguna manera la hemos ofendido, debemos pedirle perdón, aunque sea un niño pequeño.
Ese acto devuelve la dignidad a la persona ofendida y demuestra que el ofensor es una persona justa y digna de confianza.
¿Me quieres contar tu historia sobre el perdón?
Me gustaría que me contaras si conoces alguna historia relacionada con el perdón. ¿Sabías que el anterior rey de España, D. Juan Carlos, tuvo que pedir perdón públicamente a sus súbditos?

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